Ella estaba en su cama, en aquel cobijo que hizo durante
aquellas duras semanas. En aquellos días en los que sentía la soledad más
punzante que nunca. Esos días donde no tenía a nadie con quién charlar aunque tuviera
muchas personas alrededor. Tenía ganas de hablarle a alguien, contarle lo que le
pasaba por la mente, pero cada vez que lo intentaba se retiraba porque no
encontraba las palabras adecuadas y sentía que nadie podía entenderla, nadie
que no fuera él. Pero él no estaba, él la había dejado en aquella fría y pequeña cama, diciéndole
que no se enamorara de él para no sufrir, aunque ya era demasiado tarde. Ella tenía
esos ojos clavados en su mente, sentía el tacto de sus manos en todas las
partes de su cuerpo, el rozar de sus labios en su piel. Ese cosquilleo suave
pero intenso que le recorría el cuerpo entero cada vez que él la miraba, cada vez
que lo tenía cerca.
Aquella era la chica que se había escondido después de tantos
fracasos amorosos, y que sólo había salido para verle a él, y él no la quería ver. Tenía miedo. Miedo al amor, y a la distancia. Miedo a la traición y a los
celos. Miedo al fracaso y al dolor. Tenía miedo de perderle, de no poder
hacerlo feliz, y de llorar. Llorar una vez más después de tantas.
Sentía la necesidad de estar a su lado, y no separarse jamás de él. Tenía esa terrible necesidad de besarlo, mirarlo a los ojos y decirle las cosas
más bonitas que salieran de su corazón. Pero no podía hacerlo, porque una vez
más el miedo se había apoderado de su corazón y de su mente. No pensaba con
claridad, no veía la realidad. Y esque lo iba a intentar. Quería decirle lo que
sentía por él, que no quería separarse de nuevo, y que por él sería capaz de ir
dónde fuera necesario. No había nada que perder, solo lo podía perder a él, si
es que en algún momento le perteneció durante un solo instante.
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